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Cuando el alma se mira sin disfraz

Fue después de una misa de sanación. El templo estaba casi vacío, salvo por una mujer que se había quedado sentada en el último banco. No lloraba, pero tampoco se movía. Me acerqué con cuidado, sin querer interrumpir lo que fuera que estuviera viviendo. Me dijo, sin mirarme: “No sé por qué me cuesta tanto dar. No es que no tenga… es que no puedo.”

No era una confesión, ni una consulta. Era una revelación. Lo que siguió fue silencio, y luego una frase que me quedó grabada: “Me doy cuenta de que estoy llena, pero no fecunda.”


Esa frase se volvió semilla. Y esta semana, mientras acompañábamos la Cuaresma de San Miguel, volvió a resonar. Porque cada pecado capital que enfrentamos —la soberbia, la gula, la ira, la envidia, la avaricia y la pereza— tiene algo en común: nos llena, pero no nos fecunda.


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El pecado como disfraz del deseo

La soberbia no es solo altivez: es miedo a ser visto en la fragilidad.

La gula no es solo exceso: es hambre de algo que no se encuentra en el plato.

La ira no es solo reacción: es dolor que no sabe cómo decirse.

La envidia no es solo comparación: es tristeza por no sentirse amado.

La avaricia no es solo acumulación: es temor a perder lo que da seguridad.

La pereza no es solo desgano: es resistencia a la entrega.


Cada uno de estos pecados capitales es un disfraz del deseo profundo. No son monstruos externos, sino distorsiones internas. Y esta semana, con la ayuda de San Miguel, los hemos mirado sin disfraz.


San Miguel y el combate interior

San Miguel no aparece como juez, sino como custodio. No viene a señalar, sino a despertar. Cada jaculatoria de liberación fue una espada que no corta carne, sino lazos invisibles. Cuando dijimos San Miguel, corta todo lazo con el exceso, no estábamos pidiendo represión, sino orden. Cuando clamamos San Miguel, apaga el fuego del rencor, no queríamos silencio, sino paz. Y cuando suplicamos San Miguel, despierta mi corazón dormido, no pedíamos ruido, sino fecundidad.


El Arcángel nos acompañó en cada jornada como centinela del combate interior. No para que ganemos, sino para que no huyamos.


La gracia como medicina

Cada pecado enfrentado esta semana fue acompañado por una gracia que lo redime:

  • La soberbia fue respondida con humildad que libera.

  • La gula con templanza que nutre.

  • La ira con paciencia que transforma.

  • La envidia con alegría compartida.

  • La avaricia con generosidad que fecunda.

  • La pereza con servicio que despierta.


La gracia no es maquillaje espiritual: es medicina que sana desde dentro. No tapa, no disimula, no adorna. Restaura.


Ecos de sabiduría

“El que domina sus deseos, vive en paz.”  San Benito

“La paciencia es el arte de esperar sin herir.”  P. Fabio de Melo

“La avaricia es miedo disfrazado de prudencia.”  P. Paulo Ricardo

“La pereza espiritual es el olvido del llamado.”  Mons. Jonas Abib

“El que no vive para servir, no sirve para vivir.”  Santa Teresa de Calcuta


Cuando el alma se mira sin disfraz

Volver a esa frase —“Estoy llena, pero no fecunda”— me ayuda a entender que la Cuaresma no es solo tiempo de renuncia, sino de verdad.

Esta semana nos enseñó que mirar el pecado no es condenarse, sino disponerse a ser sanado. Que la misericordia no borra el pecado, sino que lo transforma en camino. Que San Miguel no nos exige perfección, sino disponibilidad. Y que el Año Jubilar de la Esperanza no es solo celebración: es restauración.


Oración final

Señor, que no me llene sin fecundar.

Que no me esconda detrás del disfraz del pecado.

Que tu gracia me ordene,

me despierte, me libere.

San Miguel, custodio del combate interior,

no me dejes huir de lo que debo mirar.

Que esta semana no se borre,

sino que se convierta en semilla.

Amén.

 
 
 

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