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La pereza: entre la comodidad que paraliza y el servicio que fecunda

La pereza espiritual —también llamada acedia— es un vicio sutil pero devastador. No se trata solo de cansancio, sino de resistencia interior al bien, especialmente al bien que exige entrega. El Catecismo la incluye entre los pecados capitales (CEC 1866), y Santo Tomás la define como “tristeza ante el bien divino”.


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En la parábola de los talentos (Mt 25,14-30), Jesús denuncia al siervo que, por miedo y comodidad, entierra su don. Lo llama “siervo malo y perezoso”. La pereza no es solo inacción: es negación del propósito recibido.


El P. Roger Araújo enseña:

“La pereza espiritual es el arte de posponer lo que Dios espera hoy.”

Y el P. Carlos Valles advierte que la pereza no siempre se nota, pero se manifiesta en la falta de compromiso, en la tibieza, en el desgano para servir. Mons. Jonas Abib lo llama “el enemigo silencioso del alma”, porque nos hace creer que estamos bien, cuando en realidad estamos estancados.


Santa Teresa de Calcuta lo expresa con fuerza:

El que no vive para servir, no sirve para vivir.”

La generosidad vence la pereza porque nos saca del centro, nos pone en movimiento, nos devuelve al prójimo. Servir es fecundar. Dar es despertar. Y la Cuaresma de San Miguel es el tiempo propicio para que el alma vuelva a caminar.

 
 
 

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